Esta es una historia real, ocurrida hará algo más de cuatro años.
Yo estaba en la estación de Atocha. Era de noche.
Fuera (y dentro) llovía con insistencia y todo el andén estaba empapado –además de por el agua- por el estado de ánimo lógico tras una jornada agotadora, oscura y húmeda. Sólo quieres llegar a casa y dejar atrás las últimas ocho horas del día. Pero antes de poder hacer eso hay que flanquear las puertas del tren. Yo tuve la fortuna de pillar el último asiento de aquellos que están junto a la ventana, dos sillas enfrentadas a otras dos.
Mi asiento estaba colocado de espaldas a la dirección del tren, pero eso da igual. Como da igual aquella persona que estaba sentada justo frente a mi, la historia que voy a contar sólo tiene dos participantes “A” y “B”. Ambas son chicas, las dos jóvenes y ninguna de las dos había visto nunca a la otra. “A” estaba sentada a mi lado, pero mi mente apenas guarda recuerdo de ella, sólo la observé por unos pocos segundos. “B” estaba sentada frente a “A” ¿Tenéis la disposición en la mente? Si no es así no importa, sólo importa que eran dos chicas que van en tren.
-Te has dejado el paraguas en el suelo. –Le dijo amablemente “A” a “B” al poco de ponerse en marcha el tren.
-No, es que como está mojado... –“A” asintió y se quedó en silencio, pero sólo por unos pocos segundos.
-Yo no podría hacer eso. ¡Seguro que se me olvidaría! ¡Tengo una cabeza..!
-Ya. Yo también, por eso me lo pongo entre los pies.
De nuevo... un breve silencio que rompió “A”
-Los paraguas o los bolsos... los pierdo continuamente. Me los dejo en cualquier parte.
“B” que ya daba la conversación por terminada, se limitó a sonreír cortésmente. “A” volvió al ataque.
-Hace poco que me pasó. Estaba en el trabajo, me marché para venir a la estación y cuando llegué... me di cuenta de que no llevaba el bolso.
Las luces naranjas se turnaban para iluminar las gotas de las ventanas. Esas gotas y esas luces era cuanto se veía fuera, en el interior del tren sólo había caras largas y un silencio monótono que “A” volvió a romper.
-¡Vaya día! No para de llover. Que horror de tiempo, lo odio.
Silencio. Y, como no hubo respuesta...
-Parecía que iba a mejorar, pero estos días está haciendo un frío... me da una rabia. Una vez me fui de vacaciones con unos amigos a la playa y nos tuvimos que volver porque hacía tan mal tiempo que no se podía estar.
Creo que lo redactado hasta ahora es bastante fiel a lo que realmente ocurrió. Lo escribí al llegar a casa y por tanto es de esperar que se parezca a lo que pasó aquel día en aquel vagón. Curiosamente, y aunque hasta aquí era una conversación puramente anecdótica, no recuerdo bien la segunda cosa más importante de esta historia y es que, a partir de aquí, “A” prosiguió con su monólogo. Una larga retahíla de quejas: “Hace frío y no se puede ir a ningún lado; ahora a volver a casa y empaparse; siempre que hay un puente empieza a hacer mal tiempo; los paraguas son un fastidio...”
No creo exagerar si digo que de verdad había algo de súplica en toda aquella perorata. Algo que evocaba la imagen de quien hace una apuesta arriesgada, jugándose con fingida determinación un órdago que no confia ganar.
El caso es que “B”, que hasta ahora se había limitado a ser el frontón educado de todas aquellas quejas, recibió un mensaje en el móvil. ¡Salvada por la campana! Lo leyó, sonrió y contestó, contestó, contestó, contestó y co... y siguió contestando. Escribió con parsimonia asombrosa una respuesta en su teléfono mientras “A” aguardaba, ya en completo y prolongadísimo silencio. Y así una estación y la siguiente y la siguiente.
¿Y cuando esta historia se convierte en algo memorable? Fue en ese momento. Cuando "A", por última vez, volvió a romper el silencio. Pero esa última vez lo hizo en contra de su voluntad. No llegó al segundo lo que duró un corto pero claro gemido de angustia. Un gemido que todos los que hemos luchado por contener las lágrimas hemos lanzado alguna vez.