Cuando hablamos de amores pasados casi siempre lo hacemos con nostalgia, refiriéndonos a aquel amor puro cruelmente no correspondido. Sí, sí, sí... cuanto hemos sufrido. ¡Venga ya! Eso es sólo la parte dolorosa que, curiosamente, nos gusta recordar. Pero hay otra parte más oscura, más ruin, más terrible que la de aquella vez que alguien nos clavó un puñal en el corazón: La parte en la que nosotros clavamos el puñal y lo removimos lentamente en círculos.
Y no hablo de historias que por un motivo u otro no funcionaron. No. Hablo del vergonzante acto de, a sabiendas, destrozarle la vida a alguien que cometió el horrible error de querernos de forma incondicional.
Como excusa sólo podemos decir que esos momentos suelen ser pasto de la adolescencia. Yo particularmente viví mi acto de mayor crueldad cuando estaba en 3º de EGB. Quiero contarla aquí para dejar testimonio de mi vergüenza y para, de algún modo, exorcizar mis fantasmas y pedir un pseudo perdón público a una chica que se enamoró del niño equivocado.
Se llamaba Laura y estábamos en 3º de EGB cuando un día descubrí escrito con boli sobre mi cuaderno de Lenguaje un “Te quiero Daniel 3” que ocupaba toda la parte roja de mi cuaderno centauro -Sí, yo era “Daniel 3” ya que éramos tres Danieles en clase y yo había llegado el último- Aquel gesto de amor me gustó, y Laura era una chica con un cierto atractivo, pero yo ya estaba por entonces interesado en Ruth y en Elena (soy lo peor) Además, y aunque aquel acto apasionado la hizo más interesante para mi, cometíó el error imperdonable que antes he mencionado: Querer demasiado. Laura me buscaba en el recreo, siempre la sorprendía espiándome, me mandaba notas a través de otras niñas de clase... ¿Qué diabólico mecanismo divino nos hace sentir deseos de alejarnos de aquellos que demuestran querernos tanto? No sé. El caso es que entonces es cuando entra en juego mi cobardía y el malvado de la clase, un chico llamado Julian que ideó un maquiavélico plan para... dios, no puedo ni contarlo. Pero a grandes rasgos diré que el plan englobaba una boda ficticia una respuesta negativa por mi parte en el momento cumbre y muchos niños crueles que señalaban con el dedo a Laura y se reían de ella.
Estábamos en el colegio, en un tiempo en el que la máxima fantasía del amor consistía en estar juntos en el recreo cogidos de la mano y quizá –en una fantasía loca- un beso en los labios lejos de la mirada de ningún otro niño. Quizá el mejor momento en toda la vida para querer a alguien. Aun recuerdo la mirada de estupor de Laura cuando el plan se llevó a cabo. Siendo romántico –y sincero- debo confesar que en el momento en el que los demás echaron a reír ni ella ni yo les prestamos atención. De pronto nosotros dos estuvimos a solas con mi propia miseria.
Con el nuevo curso cada uno fue a una clase diferente y años después –aún en el colegio- coincidimos y charlamos tranquilamente. Ninguno de los dos habló de lo que había ocurrido unos tres o cuatro años atrás. A esa edad eso es otra vida. Y me aferro a esa charla amigable para sentir que de algún modo ella me perdonó. Pero de verdad que en ocasiones siento deseos de verla y decirle que, irónicamente, el no haberla querido la hizo más memorable para mi que otras chicas por las que sí estaba interesado. Me enseñó que todos/as somos unos cabrones.
Una enseñanza jodida pero necesaria. Y en cierto modo una enseñanza que produce alivio. Porque al final, en estos temas, por suerte, todos somos victimas y verdugos.
Si no lo ves es que, quizá, eres más verdugo de lo que crees.
Y esta es la reflexión filosófica –porque sí- del día.
Panda de cabrones!!