De vez en cuando la vida... Nos regala momentos literarios. Sí, a mi la frase también me recuerda a cierta canción de Serrat.
El otro día hablaba del deseo de ser un personaje literario y la verdad es que en ocasiones las cosas se suceden de un modo tan extrañamente cotidiano que parecen producto de la imaginación, como si formáramos parte de alguna de esos universos pequeños y particulares que crea García Márquez.
Llego a mi barrio a eso de las 20:35, he venido un poco antes de lo habitual porque tengo que pagar al pintor, un chaval joven que, dicho sea de paso ha hecho un estupendo trabajo. Entonces me doy cuenta de que me he olvidado las llaves en el trabajo. Indefectiblemente siempre que me pasa esto escucho la voz de Pili diciéndome “Ay, Danielito. Si es que eres un desastre”; “Ya, ya lo sé Pili”; “¡No se puede ser tan desastre! ¡¿Cómo se te pueden olvidar las llaves tantas veces?! No lo entiendo” La verdad es que esta conversación se repite con tanta frecuencia que sería imposible intentar quitarle razón. Pienso que voy a tener que visitarla para pedirle la copia que tiene de mis llaves pero luego me doy cuenta de que el destino está de mi parte. El pintor tenía llaves, de casa y del portal. Queda media hora para que llegue, le esperaré.
Delante de mi casa hay una placita con bancos, abro el libro que estoy leyendo y me siento en uno de los bancos a leer. El libro es 2666 de Roberto Bolaño, una recomendación de Pablo y Sandrine. Cuando llevo un rato leyendo llego a la conclusión de que es hora de cumplir mi máxima literaria “Si un libro no te ha enganchado en las primeras cien páginas déjalo” Con Bolaño llevo más de 130 y aunque reconozco que está muy bien escrito... no me ha enganchado. La mayoría de las cosas que ocurren en el libro me parecen intranscendentes. Cada página es asombrosamente creíble, pero estéril. Supongo que aún no estoy listo para apreciar a un escritor así. No seré lo suficientemente inteligente. (Y que conste que esto lo digo de verdad, casi sin ironía) Le doy carpetazo al libro sin arrepentirme. Entonces miro a mi alrededor y veo al nutrido grupo de mujeres que con seguridad baja todas las tardes para reunirse en la plaza. Son bastantes, unas diez o doce, y todas cortadas por el mismo patrón. Mujeres con la vida hecha, emanan la feminidad despreocupada de las mujeres con matrimonios más que asentados. Y hablan con la voz aguda y alta, ríen con facilidad, y de alguna manera siento que ya las conozco. Muchas tienen perro, pero curiosamente todos son perros pequeños, el más grande me llegaría a la rodilla. Los perros son vivaces, y juegan entre ellos como niños que se saben en el recreo, aprovechando el tiempo antes de que suene la campana que lleva de nuevo a las aulas. Pero el personaje más curioso de la reunión no es ninguno de los perros ni de sus robustas amas, el personaje más curioso es un gato. Un gato que ya he visto más veces en esa plaza, en ocasiones a media mañana, sentado tranquilo en un banco, a las horas en la que los demás miembros de su especie esperan en gateras a que caiga la noche, pero él no. Porque incluso ahora, en medio de ese recreo de perros y humanos, el gato es el único que está en su casa. No se divierte, es demasiado viejo para eso. Sólo come trozos de algo en un papel albal que una de las mujeres ha bajado para él. Y cuando ha acabado camina lentamente hasta uno de los bancos abandonados para tumbarse a la sombra. Solo. Los perros, que van y vienen ladrando no le asustan. También es demasiado viejo para eso. Sólo se queda ahí, con los ojos cerrados y la puntita de la lengua asomando permanentemente por su boca. Es blanco y marrón, extrañamente sucio para un gato, tiene media cola. Quien sabe como la perdió. Al rato intenta acicalarse y se pone en esa postura imposible de los gatos, pero apenas dura un par de lametones, es (una vez más) demasiado viejo para eso.
Para lo que no es viejo es para transmitir ternura. Y le ves tan asentado entre mujeres y niños, tan indiferente a los canes, a los ruidos... tan asombrosamente tranquilo que no sabes si no se escabulle porque no puede o porque no quiere. Las mujeres lo han adoptado, todas. Y cuando alguno de los perros se acerca demasiado siempre alguna avisa a la dueña “Se está acercando al gato” y la dueña llama la atención a su perro para que deje al gato pero no por piedad, por respeto.
Luego vi que el gato había vuelto al banco de las mujeres que le dieron de comer, al sol. No sé si subió o le subieron, pero estaba más esparcido que tumbado. Y, o yo no sé nada de gatos, o el animal había ido hasta allí por si caía alguna caricia, claro que... a ver quien le tocaba. Supongo que debió subir solo al banco.
Llegó el pintor llegó más de media hora tarde. Charlamos. Subimos con su llave. Le pagué y bajamos todas sus cosas a su furgo. Me puse el chándal y corrí durante 40 minutos. Cuando llegué a casa me apeteció pizza, así que me di el capricho y encargué un 2x1 para mi solo. (No me lo comería todo esa noche, evidentemente) Cuando volvía con las pizzas ya hacía tiempo que había anochecido y sólo quedaba un banco ocupado, en él estaban las mismas mujeres que dieron de comer al gato, hablando con sus voces agudas, amables, y divertidas. Junto a ellas el gato, aparentemente dormido. Y mientras vuelvo al portal siento nacer en mi interior una fantasía tan imposible como vehemente. Una fantasía en la que yo lo puedo todo, y con sólo acariciarle consigo hacer feliz a ese gato y concederle toda la vida que desee.
Porque aunque esté viejo y solo, ha encontrado la paz en medio del bullicio. Y ya no le asustan los perros.