Ayime
De vez en cuando recuerdo un momento que existió cien veces.
Estoy en el colegio jugando un partido de fútbol cuando algún niño (seguro que yo no) mete gol. Todo el equipo lo celebra y nos abrazamos durante un instante como hacen los profesionales en los estadios. Es quizá el único momento en el que la férrea jerarquía infantil se rompe, el gafotas y el abusón se abrazan, todo el mundo es feliz. Si el gol es importante el apretón se le corresponde, todos nos juntamos en una amalgama que acaba en el suelo. Los gritos de alegría son sustituidos por los de dolor, aunque es mentira que duela porque nos gusta que duela, si duele es que hay pasión, si te falta la respiración por unos segundos es que ha sido un golazo y el miedo de ver a un compañero que corre hacia ti con la intención de tirarse en plancha te hace sentir más vivo que nunca. Luego, cuando el infeliz que ha marcado está a punto de morir, nos levantamos con esa mezcla de alivio y tristeza, el ritual acaba y cada uno de los jugadores vuelve a su puesto para continuar el partido. Nos han empatado y el recreo está en sus últimos minutos, el próximo que marque gol se va a cagar.
Cuando pienso en las diferencias entre mi vida como niño y la de ahora, la de adulto, esa es una de las sensaciones que más echo en falta. Cuando somos pequeños nuestra tolerancia al contacto es mucho mayor, con el tiempo la mayoría de nosotros –yo desde luego- vamos creando un espacio personal que sólo puede cruzar nuestra pareja. Con los demás nos damos la mano, quizá incluso abracemos brevemente a un amigo, pero ya no hay contacto. La suspicacia es inevitable y, quizá, incluso buena.
Supongo que es uno de los motivos por el que disfrutaba tanto cuando hacía artes marciales. Palahniuk tiene razón cuando habla de la violencia liberadora de una pelea. En mi madurez he peleado, de forma controlada, con otras personas. Algunos me eran indiferentes, a otros les tenía verdadero cariño, y de todos he recibido guantazos y a algunos incluso se los he devuelto. De pronto accedes a romper tu espacio personal, y lo haces de la forma más brutal, en un intercambio de dolor. Da bastante miedo pero tampoco duele, porque es una elección, y mientras hay elección no hay violación. Sientes el impacto del puñetazo en la cara, la adrenalina hace su trabajo, te pones alerta, se reduce el dolor, sientes la inyección química que eriza todo tu cuerpo con un escalofrío, encauzas la ira natural, tu fuerza aumenta y conectas, aunque sea de forma tímida, con la parte salvaje de tu cuerpo.
Sonreír, abrazarte al tipo sudoroso que acaba de dejarte la mandíbula hinchada y roja, comentar con tu contrincante los pormenores internos de la lucha... es una pasada.
Porque no olvidemos que, por suerte, somos animales.
Estoy en el colegio jugando un partido de fútbol cuando algún niño (seguro que yo no) mete gol. Todo el equipo lo celebra y nos abrazamos durante un instante como hacen los profesionales en los estadios. Es quizá el único momento en el que la férrea jerarquía infantil se rompe, el gafotas y el abusón se abrazan, todo el mundo es feliz. Si el gol es importante el apretón se le corresponde, todos nos juntamos en una amalgama que acaba en el suelo. Los gritos de alegría son sustituidos por los de dolor, aunque es mentira que duela porque nos gusta que duela, si duele es que hay pasión, si te falta la respiración por unos segundos es que ha sido un golazo y el miedo de ver a un compañero que corre hacia ti con la intención de tirarse en plancha te hace sentir más vivo que nunca. Luego, cuando el infeliz que ha marcado está a punto de morir, nos levantamos con esa mezcla de alivio y tristeza, el ritual acaba y cada uno de los jugadores vuelve a su puesto para continuar el partido. Nos han empatado y el recreo está en sus últimos minutos, el próximo que marque gol se va a cagar.
Cuando pienso en las diferencias entre mi vida como niño y la de ahora, la de adulto, esa es una de las sensaciones que más echo en falta. Cuando somos pequeños nuestra tolerancia al contacto es mucho mayor, con el tiempo la mayoría de nosotros –yo desde luego- vamos creando un espacio personal que sólo puede cruzar nuestra pareja. Con los demás nos damos la mano, quizá incluso abracemos brevemente a un amigo, pero ya no hay contacto. La suspicacia es inevitable y, quizá, incluso buena.
Supongo que es uno de los motivos por el que disfrutaba tanto cuando hacía artes marciales. Palahniuk tiene razón cuando habla de la violencia liberadora de una pelea. En mi madurez he peleado, de forma controlada, con otras personas. Algunos me eran indiferentes, a otros les tenía verdadero cariño, y de todos he recibido guantazos y a algunos incluso se los he devuelto. De pronto accedes a romper tu espacio personal, y lo haces de la forma más brutal, en un intercambio de dolor. Da bastante miedo pero tampoco duele, porque es una elección, y mientras hay elección no hay violación. Sientes el impacto del puñetazo en la cara, la adrenalina hace su trabajo, te pones alerta, se reduce el dolor, sientes la inyección química que eriza todo tu cuerpo con un escalofrío, encauzas la ira natural, tu fuerza aumenta y conectas, aunque sea de forma tímida, con la parte salvaje de tu cuerpo.
Sonreír, abrazarte al tipo sudoroso que acaba de dejarte la mandíbula hinchada y roja, comentar con tu contrincante los pormenores internos de la lucha... es una pasada.
Porque no olvidemos que, por suerte, somos animales.